
ISBN
Formato digital
978-607-607-950-8
Fecha de publicación
09-12-2024
Licencia
D. R. © copyright 2024; Adelaida Figueroa Villanueva, Berenice Martínez Pérez, Sósima Carrillo, Zulema Córdova Ruiz.
Las características de esta publicación son propiedad de la Universidad Autónoma de Baja California. www.uabc.mx
Av. Álvaro Obregón y Julián Carrillo s/n, Col. Nueva. C.P. 21100. Mexicali, B. C., México.
Luis Daniel Rodríguez Díaz
Universidad Autónoma de Baja California
Zulema Córdova Ruíz
Universidad Autónoma de Baja California
Acerca de
En las últimas décadas, la gestión del conocimiento ha emergido como un campo de estudio crítico en la administración organizacional. Dentro de este ámbito, el concepto de capital intelectual ha adquirido una relevancia significativa como un activo intangible capaz de potenciar el desempeño organizacional (Nawaz y Haniffa, 2017). La evolución histórica del concepto de capital intelectual se remonta a los inicios del comercio, donde los mercaderes ya reconocían implícitamente el valor de las relaciones con sus clientes (Brooking, 1996). Sin embargo, su conceptualización formal y su incorporación al discurso académico y empresarial no se consolidaron hasta finales del siglo XX. John Kenneth Galbraith, en 1969, fue uno de los pioneros en utilizar el término, refiriéndose a la posesión de conocimientos y habilidades como un activo de creciente importancia. No obstante, el desarrollo sistemático del concepto se atribuye principalmente a los trabajos de Sveiby y Edvinsson a principios de la década de 1990 (Sveiby, 1997; Edvinsson y Malone, 1997).
El capital intelectual, como concepto integral y para la realización de esta investigación, se compone de tres dimensiones interrelacionadas que, en conjunto, conforman el núcleo de los activos intangibles de una organización. Estas dimensiones, identificadas y analizadas por numerosos investigadores, son el capital humano, el capital estructural y el capital relacional (Bueno et al., 2011). Cada una de estas dimensiones aporta un valor único a la organización y, cuando se gestionan de manera efectiva, pueden convertirse en poderosos impulsores de la innovación y el desempeño organizacional.
Por otro lado, la capacidad de innovación se ha convertido en un factor determinante para el éxito y la sostenibilidad de las organizaciones. Esta capacidad, que va más allá de la mera invención, se refiere a la habilidad de una organización para transformar continuamente el conocimiento y las ideas en nuevos productos, procesos y sistemas que beneficien tanto a la organización como a sus grupos de interés (Lawson y Samson, 2001). La capacidad de innovación adquiere una dimensión particularmente crítica. Como señalan Romijn y Albaladejo (2002), esta capacidad no solo implica la creación de nuevas tecnologías, sino también la habilidad para absorber, dominar y mejorar las existentes.
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